Ascender a un puesto de alta dirección representa un logro profesional significativo, pero también marca el inicio de un desafío radical. Quienes alcanzan este nivel ya no son evaluados por su capacidad operativa, sino por su habilidad para influir en la estrategia, la cultura organizacional y el desempeño de otros líderes. Sin embargo, esta transición suele ser más compleja de lo esperado: exige un cambio de mentalidad, nuevas formas de gestionar el tiempo y una redefinición de lo que significa el éxito.
En los primeros niveles de liderazgo, el valor de un gerente radica en su experiencia y capacidad para resolver problemas. Sin embargo, al ascender, su rol ya no consiste en ser el referente técnico, sino en formar a otros para que tomen decisiones con autonomía. Este salto implica resistir la tentación de dar respuestas inmediatas y, en su lugar, fomentar el pensamiento crítico en los equipos.
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Muchos ejecutivos experimentan una sensación de vacío al dejar de ser el «solucionador» de problemas. Sin embargo, si un líder centraliza todas las decisiones, limita el crecimiento de su equipo. La clave está en adoptar un enfoque de coaching: hacer preguntas incisivas, estimular el análisis y permitir que los gerentes asuman responsabilidades, incluso si eso implica tolerar cierta incertidumbre.
Un método efectivo consiste en redirigir las consultas con frases como: «Es un desafío interesante, ¿cómo lo abordarías?». De esta manera, se promueve la independencia y se fortalece la capacidad estratégica del equipo.
En puestos intermedios, la productividad se mide por resultados tangibles: proyectos completados, metas alcanzadas, informes entregados. Pero en la alta dirección, el éxito es más abstracto. Las prioridades giran en torno a conversaciones estratégicas, mentorías y la creación de condiciones para que otros ejecuten con eficiencia.
Este cambio puede generar frustración en líderes acostumbrados a ver resultados inmediatos. ¿Cómo medir el impacto de una reunión o una reflexión compartida? La respuesta está en observar los efectos a mediano y largo plazo: decisiones mejor fundamentadas, equipos más alineados o procesos optimizados. Aunque estas contribuciones no siempre sean visibles en el corto plazo, su acumulación define el verdadero legado de un alto ejecutivo.
A medida que el alcance de responsabilidades se expande, la saturación de información se convierte en un riesgo. Un líder que intenta supervisar cada detalle pierde perspectiva y eficiencia. La solución radica en establecer sistemas que permitan monitorear lo esencial sin caer en la microgestión.
Una estrategia efectiva consiste en definir prioridades críticas (como crecimiento de ingresos, satisfacción del cliente o innovación) y establecer protocolos claros para escalar problemas. ¿Qué situaciones justifican la intervención directa? ¿Cuáles deben resolverse en los niveles inferiores? Además, herramientas asincrónicas—como informes periódicos con métricas clave—brindan visibilidad sin consumir tiempo en reuniones exhaustivas.
La transición hacia un rol ejecutivo no es una simple ampliación de responsabilidades, sino una reinvención del estilo de liderazgo. Quienes logran adaptarse comprenden que su valor ya no está en lo que hacen personalmente, sino en lo que inspiran y facilitan en otros.
Aceptar este cambio requiere humildad, paciencia y confianza en el equipo. Pero quienes lo consiguen no solo elevan el desempeño organizacional, sino que descubren una dimensión más profunda y gratificante de su profesión. El verdadero liderazgo no se mide por la cantidad de tareas completadas, sino por la huella que deja en las personas y los sistemas que dirige.
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Por: Melody Wilding
Harvard Business Review Wake-Up Call Spanish
Redacción: Revista Mercado
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