A todos el cuento de Pinocho nos enseñó de niños lo malo que es mentir. Es común ver adultos alarmarse al escuchar a un niño de tres o cuatro años negar algo que acaba de hacer, aun con la evidencia en su contra. Sin embargo, la mentira es una señal positiva: su cerebro está madurando. Decir mentiras en la infancia no es, como muchos piensan, un síntoma precoz de mala conducta. Al contrario, es un comportamiento ligado al desarrollo cognitivo y emocional saludable.
Diversos estudios en neurociencia del desarrollo han demostrado que la capacidad de mentir implica funciones cognitivas avanzadas como la teoría de la mente (entender que otros tienen pensamientos distintos a los propios), el control inhibitorio y la planificación de conductas. En otras palabras, para mentir con intención, un niño necesita poder imaginar lo que el otro sabe o no sabe, inhibir la verdad y elaborar una versión alternativa de los hechos.
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Investigadores de la Universidad de Toronto, liderados por el psicólogo Kang Lee, han documentado que los primeros indicios de la mentira aparecen tan pronto como a los dos años. Sin embargo, el auge de este comportamiento ocurre entre los 4 y 6 años, cuando se fortalecen las conexiones en la corteza prefrontal, el área cerebral responsable de funciones ejecutivas complejas.
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Contrario a lo que se podría pensar, no todos los niños mienten igual. Según un estudio publicado en el Journal of Experimental Child Psychology, aquellos con mayor capacidad verbal y habilidades sociales más desarrolladas tienden a mentir más, no por malicia, sino porque poseen los recursos cognitivos para hacerlo.
En la infancia, mentir suele estar motivado por el deseo de evitar castigos, mantener la aprobación de los adultos o imitar comportamientos observados en su entorno. Frases tan cotidianas como «dile que no estoy» o «no le cuentes a tu hermano» envían mensajes ambiguos sobre la sinceridad. Los niños aprenden por repetición y suelen seguir patrones que ven en los adultos.
En su evolución, las mentiras se vuelven más elaboradas. Lo que al principio puede parecer una negación torpe («yo no rayé la pared») se transforma, con el tiempo, en justificaciones más complejas y emocionalmente estratégicas. Este proceso, aunque inquietante para padres y educadores, no debe ser demonizado. Es un indicador de que el niño está desarrollando habilidades fundamentales para la vida en sociedad, como la empatía, la previsión de consecuencias y el autocontrol.
En lugar de aplicar castigos severos, los expertos recomiendan fomentar un entorno de confianza donde decir la verdad no tenga consecuencias desproporcionadas. Si un niño percibe que decir la verdad lo expone a humillación o rechazo, aprenderá que mentir puede ser una vía de escape emocional.
También es clave el ejemplo. Un estudio del Instituto de Psicología del Desarrollo de Pekín reveló que los niños cuyos padres modelaban un comportamiento honesto eran significativamente menos propensos a mentir de forma habitual.
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Más allá del hogar, el sistema educativo puede jugar un papel crucial. La implementación de programas de alfabetización emocional en las escuelas ha demostrado reducir la incidencia de conductas engañosas, al ofrecer a los niños herramientas para expresar emociones y resolver conflictos de forma saludable.
En última instancia, la mentira infantil no es un acto que deba reprimirse de forma automática, sino una oportunidad para guiar. Entender su función y su contexto permite a los adultos acompañar el crecimiento de los niños con empatía y claridad.
En una era en la que la salud mental y el desarrollo integral ganan protagonismo en las políticas públicas, comprender las raíces neurológicas y sociales de estos comportamientos es crucial. Lo que parece una falta puede ser, en realidad, una señal de que el cerebro infantil está haciendo exactamente lo que debe: aprender a convivir con los demás.
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