Un grupo de científicos de la Universidad de Stanford ha trasplantado neuronas humanas a los cerebros de ratas recién nacidas de manera exitosa, llegando a integrarse al cerebro para influenciar su comportamiento a través de señales enviadas al organismo. Todo, en un corto plazo de tiempo. Esta hazaña se había intentando en ocasiones anteriores sin alcanzar una maduración exitosa de las células humanas. Ahora, los ‘minicerebros’ pueden ayudar a conocer mejor algunas enfermedades neuropsiquiátricas y neurodegenerativas.
La base del triunfo de este experimento ha sido la producción de «organoides cerebrales», esferas de pocos milímetros de diámetro y millones de células, con la útil aplicación en el estudio del funcionamiento de los órganos reales, que al ser sumamente complejos dificultan su análisis. Esta es la especialidad del equipo del médico rumano Sergiu Pasca, autor principal del estudio y profesor de psiquiatría en la Universidad de Stanford. Los investigadores obtuvieron los organoides a partir de células de piel humana, las cuales fueron rebobinadas con un cóctel químico para llevarlas a su estado embrionario. Una vez así, pueden convertirse en cualquier órgano del cuerpo. De esta forma, fueron implantadas en los cerebros de estos roedores con tres días de edad, después de haber sido modificados genéticamente para carecer de un sistema inmune y prevenir el rechazo.
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Con la finalidad de medir los resultados del proceso de integración, los científicos se aseguraron de infectar los organoides con un marcador vital. Al trasplantarlo, notaron cómo el marcador vírico se activaba en varias zonas del cerebro. Todo esto fue comprobado como exitoso por los resultados de los experimentos llevados a cabo sin detección alguna de anomalías. Tras un entrenamiento de 15 días bajo un formato de experimento pavloviano, las ratas estuvieron condicionadas a acercarse al surtidor de agua ante la emisión de ráfagas aleatorias de luz azul que fueron dirigidas directamente al tejido del organoide humano dentro
de su cerebro. Por otro lado, los científicos notaron cómo las neuronas humanas mostraron actividad cuando se sopló aire sobre los bigotes de las ratas, lo que indica una fusión entre el tejido cerebral de la rata y el humano.
Con el pasar de los meses, el conjunto de células que componían el organoide se fue asimilando a una neurona humana. No fue hasta alrededor del mes siete u ocho que dicha integración parecía completa. Para lograr esto, las neuronas se fueron multiplicando hasta alcanzar seis veces su cantidad inicial, formando conexiones con los circuitos autóctonos de las ratas, como el tálamo, región encargada de transmitir las entradas sensoriales a la corteza cerebral.
De esto surgió la incógnita referente al uso de estos ‘minicerebros’ para el estudio de las enfermedades psiquiátricas y neurológicas. Para indagar sobre la cuestión, generaron organoides con células de tres participantes con el síndrome de Timothy, un trastorno extremadamente raro asociado al autismo y la epilepsia que provoca graves problemas neurológicos y cardíacos en niños, y otros tres de personas sin enfermedades conocidas y los insertaron en cerebros de ratas. Mientras que ambos tipos de organoides se integraron en la corteza, aquellos pertenecientes a los pacientes con el síndrome de Timothy evidenciaron diferencias estructurales que no se daban en organoides del mismo origen mantenidos en cultivo, yendo mucho más lejos que los actuales modelos ‘in vitro’ empleados.
Diagnosticar y prevenir enfermedades neurológicas antes de los síntomas: ¿es posible?
Así, crearon una nueva forma para estudiar los fundamentos celulares y de interconexiones de los complejos trastornos del cerebro humano. Es decir las enfermedades psiquiátricas y neurodegenerativas como el autismo o la esquizofrenia.
Este es un logro sustancial dado que hasta ahora ha sido imposible avanzar en los estudios de estas enfermedades. El motivo fundamental es que los animales no las experimentan de la misma forma que nosotros. Cabe destacar que los organoides cerebrales representan una plataforma prometedora para modelar el desarrollo y las enfermedades humanas. Sin embargo, los organoides cultivados fuera del cuerpo carecen de la conectividad que existe en los organismos de la vida real. Esto restringe su maduración e impide que se integren con otros circuitos neuronales que controlan la conducta. Limita, por tanto, la capacidad de los organoides para modelar enfermedades neuropsiquiátricas genéticamente complejas y definidas por el comportamiento.
Pese al valor de lo conseguido, el logro ha levantado ciertas inquietudes referentes a la moralidad y a la ética. Pasca comparte que estos animales no desarrollaron nada parecido a una conciencia humana, que es la preocupación más grande del experimento. Esto es por el tipo de células implicadas y su integración imperfecta con el cerebro de los animales.
Adicionalmente, señaló que la observación de los animales sugería que los implantes no los habían cambiado ni causado dolor y que había determinadas barreras naturales en las diferencias entre una especie y otra que se encargaban de evitar que la rata se vuelva demasiada humana.
A raíz de esto, en especies más cercanas a nosotros, es altamente probable que estas barreras no existan, por lo que el investigador no apoyaría usar esta técnica en primates, incluso a pesar de necesitar modelos más reales. «Necesitamos buscar un equilibrio entre los beneficios potenciales de evitar parte del sufrimiento provocado por estos trastornos cerebrales devastadores y los riesgos de generar modelos que sean demasiado parecidos a los humanos«, razona.
Marian Briceño. Reportaje publicado en la revista especializada en salud MediHealth.
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