LA AVENTURA DE nuestras vidas comienza por un amor incondicional hacia nosotros mismos, puesto que somos la única persona con la que irremediablemente tendremos que convivir mientras vivamos. Sin duda, es el principio de una historia de amor eterna.
Amarse a sí mismo, pasa ante todo, por la aceptación de lo que somos; con nuestros errores y nuestros éxitos, nuestras luces y nuestras sombras. Sabemos que amarse a sí mismo, no resulta sencillo, y que además hemos sido educados bajo exigencias y mandatos que debemos cumplir para obtener el reconocimiento social. Luchando por la admiración de los demás para llegar a sentirnos en conexión. Con el tiempo experimentamos cómo depender del reconocimiento de los demás nos hace tremendamente infelices, nos genera una insatisfacción que no sabemos cómo abordar, ya que nuestro mundo gira en función al trato de otras personas.
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Supone mucho esfuerzo comprender que nuestro valor personal va más allá del reconocimiento, y de si hacemos mal o bien las cosas, de si conseguimos generar los resultados esperados, de si estamos haciendo o no lo correcto.
Nuestro valor reside en nosotros mismos, en mostrarnos tal y como somos y sentir que somos dignos de amor a pesar de todo.
Si bien el amor propio es la aceptación, el respeto, las percepciones, el valor, los pensamientos positivos y consideraciones que tenemos hacia nosotros mismos y que puede ser apreciado por quienes nos rodean, este depende de nuestra voluntad para querernos, de aplicar contacto cero, no de quienes están a nuestro alrededor ni de las situaciones o contextos en los cuales nos desenvolvemos. Es el reflejo de cómo es la relación y los sentimientos que tenemos por nosotros mismos, hacia nuestro físico, personalidad, carácter, actitudes y comportamientos.
Cuando los individuos reconocemos el amor propio, es porque se ha alcanzado un equilibrio entre el estado anímico y nuestra autoestima. Ese equilibrio se proyecta al exterior como un sentimiento de bienestar que se expresa de diversas maneras y se goza.
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