La llegada de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos marca un nuevo capítulo en la ya compleja relación con China. Desde su primer mandato, las tensiones comerciales, tecnológicas y políticas entre ambas potencias han sido constantes. Sin embargo, la reciente declaración de la Cancillería china sobre su disposición a fortalecer el diálogo y la cooperación con la administración de Trump genera interrogantes: ¿Se vislumbra un acercamiento o una renovada confrontación?
Durante su primer periodo presidencial, Trump implementó una política agresiva hacia China, imponiendo aranceles a productos chinos valorados en miles de millones de dólares. Esta medida desató una guerra comercial que afectó la economía global. Además, la tensión creció con decisiones como la prohibición de TikTok en EE. UU. y las restricciones a tecnológicas chinas como Huawei.
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A pesar de estos antecedentes, Trump ha expresado su intención de visitar China en los primeros 100 días de su nuevo mandato, lo que podría interpretarse como un intento de acercamiento. Por su parte, China ha manifestado su voluntad de trabajar bajo los principios de respeto mutuo y cooperación, aunque mantiene una postura cautelosa frente a las amenazas de nuevos aranceles.
Uno de los temas centrales en la relación bilateral sigue siendo el comercio. Trump ha prometido imponer gravámenes de hasta un 60 % a las importaciones chinas, lo que podría desencadenar una nueva ola de represalias por parte de Pekín. China, por su parte, busca proteger su economía de posibles sanciones y mantener su posición como uno de los principales proveedores del mundo.
En este contexto, la comunidad internacional observa con atención cómo estas políticas podrían afectar las cadenas de suministro globales, especialmente en sectores como la tecnología, la manufactura y la agricultura. Una relación más colaborativa podría traducirse en acuerdos comerciales beneficiosos para ambas partes, mientras que una escalada de tensiones podría impactar negativamente la economía mundial.
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Más allá del comercio, la tecnología sigue siendo un punto de fricción. La creciente influencia de China en el desarrollo de inteligencia artificial, telecomunicaciones y ciberseguridad ha generado preocupaciones en la administración Trump. La seguridad de los datos y la protección de la infraestructura crítica son temas prioritarios para EE. UU., lo que podría traducirse en nuevas restricciones a empresas chinas.
China, consciente de estas preocupaciones, ha intentado posicionarse como un socio tecnológico confiable, promoviendo la colaboración en áreas clave como la investigación científica y la economía digital. Sin embargo, el espectro de posibles restricciones sigue latente, lo que podría afectar la cooperación entre las dos potencias.
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Las diferencias ideológicas entre ambas naciones también juegan un papel importante en su relación. China ha promovido una política de no intervención y ha fortalecido su influencia en regiones como Asia, África y América Latina. Por otro lado, la administración Trump ha buscado consolidar alianzas con países que comparten su visión de contener el crecimiento chino.
La presencia de China en foros internacionales y su creciente influencia en instituciones como la Organización de las Naciones Unidas (ONU) han sido motivo de fricción con EE. UU. En este nuevo mandato, Trump podría optar por una estrategia de contención más agresiva o explorar vías diplomáticas para encontrar puntos de convergencia.
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El resto del mundo también tiene un papel crucial en la relación entre China y EE. UU. Países de la Unión Europea, Asia y América Latina observan con atención los desarrollos, ya que cualquier tensión entre estas potencias podría afectar sus propias economías. La globalización hace que una disputa comercial entre China y EE. UU. tenga un efecto dominó a nivel global.
Los esfuerzos por fortalecer acuerdos multilaterales y las iniciativas para diversificar las relaciones comerciales serán clave para mitigar los impactos negativos de cualquier conflicto bilateral.
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