La tensión geopolítica en América Latina ha alcanzado un punto de inflexión. Estados Unidos ha lanzado una ofensiva integral contra el gobierno de Nicolás Maduro, combinando medidas militares, financieras y diplomáticas que configuran un escenario de confrontación sin precedentes en el hemisferio occidental. La reciente inclusión del llamado Cartel de los Soles en la lista de organizaciones terroristas no es una medida aislada o simbólica; es el eje central de una ofensiva multidimensional que combina sanciones financieras devastadoras, una presión militar tangible y una reconfiguración total de la política hacia América Latina.
El núcleo inicial de la estrategia estadounidense se centra en descabezar y desmantelar la infraestructura financiera que sostiene al entramado chavista. La Oficina de Control de Activos Extranjeros (OFAC) ha iniciado procesos para decomisar bienes por un valor estimado de 700 millones de dólares pertenecientes a Nicolás Maduro y su círculo íntimo de colaboradores. Paralelamente, la Oficina Federal de Investigaciones (FBI) ha elevado la recompensa por el líder venezolano a 50 millones de dólares, una cifra que lo equipara con los capos narcotraficantes más buscados del planeta.
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La portavoz de la Casa Blanca, Karoline Leavitt, envío un mensaje directo y calculado: la permanencia en el poder del régimen no se sustenta en una ideología o apoyo popular, sino en los flujos ilícitos generados por el narcotráfico, la minería ilegal y la corrupción estatal sistémica. Al atacar sus finanzas, se busca socavar los cimientos mismos de su supervivencia, privándolo de los recursos necesarios para comprar lealtades y financiar su aparato de represión.
La dimensión operativa de esta ofensiva añade un nivel de gravedad que trasciende el papel. Karoline Leavitt aeguró que Estados Unidos está preparado para «usar todo su poder» para frenar el «flujo de drogas hacia su país» tras ser cuestionada por el despliegue de tres buques con 4,000 soldados en las aguas del Caribe cerca de Venezuela.
El despliegue confirmado de tres destructores equipados con el sistema de combate Aegis, aviones de vigilancia P-8 Poseidon, un submarino de ataque en aguas del Caribe oriental no es un ejercicio rutinario de disuasión. Su misión declarada es interceptar y erradicar el tráfico de drogas hacia territorio estadounidense.
Sin embargo, el posicionamiento estratégico de estos activos sugiere un objetivo dual. Por un lado, ejercer una presión asfixiante sobre las rutas marítimas y aéreas utilizadas por el Cartel de los Soles para exportar su cargamento ilegal. Por otro, constituye una advertencia disuasoria contundente frente a cualquier aventura militar venezolana en la disputada región del Esequibo, donde intereses petroleros estratégicos de Estados Unidos están ahora en juego.
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Frente al inminente arribo de buques de guerra estadounidenses, Nicolás Maduro no optó por la diplomacia. En un discurso televisado de alta tensión, el mandatario venezolano anunció la activación de un plan especial con más de 4,5 millones de milicianos desplegados en todo el territorio nacional. Describió a esta fuerza como «preparadas, activadas y armadas», prometiendo incluso «misiles y fusiles para la clase obrera» para defender la patria.
Esta cifra, sin embargo, contrasta abismalmente con el tamaño oficial de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana (FANB), estimada entre 95,000 y 150,000 efectivos regulares.
La milicia, una fuerza de reserva ciudadana creada en la era chavista, es vista por analistas como un brazo político-leal al régimen más que como una fuerza militar convencional efectiva. El anuncio parece ser una jugada propagandística destinada a proyectar una imagen de fortaleza y unidad nacional frente a una agresión externa, apelando al nacionalismo para consolidar apoyo interno en un momento de máxima presión.
Trascendiendo la retórica belicista, los intereses estratégicos en juego son monumentales. La presencia militar de EE.UU., real o percibida, cumple varios objetivos simultáneos:
Interceptar el narcotráfico. La misión declarada es cortar las rutas marítimas del Cartel de los Soles, señalado como un actor central en el narcotráfico transnacional.
Disuadir una incursión en el esequibo. La defensa de los gigantescos yacimientos petroleros descubiertos en la Guyana Esequiba, operados por ExxonMobil, es una prioridad absoluta para Washington. Cualquier acción militar venezolana en la zona disputada encontraría una respuesta contundente.
Aislar diplomáticamente al régimen. La ofensiva busca forzar a los aliados regionales de Maduro a definir su posición, eligiendo entre la legitimidad de un gobierno acusado de narcoterrorismo o la alineación con los intereses de seguridad hemisférica liderados por EE.UU.
Un elemento de preocupación adicional y creciente para los estrategas en Washington es el proyecto de una zona binacional de integración entre Colombia y Venezuela. Presentado como un marco para la libre circulación de personas, mercancías y la coordinación de políticas aduaneras a lo largo de más de 2,200 kilómetros de frontera, el plan es observado con extrema suspicacia.
Analistas de seguridad argumentan que, dadas las limitaciones de control territorial de ambos estados y los vínculos probados de estructuras venezolanas con economías ilícitas, esta iniciativa podría degenerar en un corredor libre de facto para el narcotráfico, la minería criminal y el tránsito de grupos armados irregulares bajo un manto de aparente legalidad.
La perspectiva de que las disidencias de las FARC y el ELN operen con mayor impunidad bajo un paraguas de cooperación bilateral preocupa profundamente a las agencias de inteligencia.
Frente a esta postura de mano dura, la reacción de gobiernos como el de México, defendiendo el principio de no intervención y la soberanía nacional, subraya las profundas fracturas ideológicas que persisten en la región. Mientras Estados Unidos avanza con una doctrina de seguridad activa y directa, otras capitales privilegian un enfoque que, para Washington, resulta complaciente con las amenazas transnacionales.
Esta divergencia fundamental debilita cualquier potential de una respuesta continental unificada y deja a la administración estadounidense como el único actor con la capacidad logística, financiera y política para aplicar una presión significativa y directa contra el núcleo del narcorégimen.
En definitiva, la ofensiva lanzada por Washington marca un punto de inflexión histórico. Ya no se trata de una simple condena diplomática o sanciones selectivas; es la aplicación de un manual de guerra contra el crimen organizado a un estado nacional. El éxito o el fracaso de esta apuesta de alto riesgo no solo definirá el futuro de Venezuela, sino que reconfigurará el equilibrio de poder, la seguridad y la cooperación en toda la cuenca del Caribe para las próximas décadas. El mundo observa cómo se desarrolla este combate sin cuartel contra una cleptocracia armada.
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