Durante más de una década de pontificado, el papa Francisco marcó un antes y un después en la gestión económica de la Santa Sede. Desde que asumió el papado en 2013 hasta su fallecimiento en 2024, el pontífice argentino no solo fue un líder espiritual carismático, sino también un reformador decidido, especialmente en un terreno donde sus predecesores avanzaron con más cautela: las finanzas vaticanas.
Consciente del descrédito histórico que pesaba sobre las finanzas del Vaticano —en parte debido a escándalos como los del Instituto para las Obras de Religión (IOR), también conocido como el Banco Vaticano— Francisco emprendió un camino de transformación con el objetivo de devolver la transparencia, evitar la corrupción y fortalecer la sostenibilidad económica de la Iglesia.
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Uno de los primeros pasos significativos llegó en febrero de 2014, cuando Francisco creó la Secretaría para la Economía, un organismo con rango de dicasterio que asumió el control centralizado de todas las actividades económicas del Vaticano. Hasta entonces, las competencias financieras estaban fragmentadas y poco supervisadas, lo que había permitido múltiples irregularidades. El nuevo ente estuvo encabezado inicialmente por el cardenal australiano George Pell, quien lideró los primeros intentos de auditoría y control interno.
Esta reestructuración permitió a la Santa Sede comenzar a publicar informes financieros anuales, introducir presupuestos operativos y divulgar su nivel de deuda y déficit, algo inédito hasta entonces. Según el propio Francisco, estas reformas buscaban “poner orden en la casa de Dios”, un mensaje que también tenía resonancia simbólica en su visión de una Iglesia austera y coherente con el Evangelio.
El enfoque del papa Francisco no fue solamente administrativo, sino también judicial. La transparencia debía ir acompañada de justicia, por lo que se permitió —y en ocasiones impulsó— investigaciones judiciales contra altos funcionarios del Vaticano.
El caso más emblemático fue el del cardenal Angelo Becciu, juzgado y condenado en 2023 a cinco años y medio de prisión por gestión fraudulenta de fondos vaticanos. La investigación, apodada “el juicio del siglo” en los medios italianos, giró en torno a la compra irregular de un edificio de lujo en Londres, que causó pérdidas de al menos 139 millones de euros a la Santa Sede. Francisco no solo permitió el proceso, sino que también retiró los derechos cardenalicios a Becciu, en una señal clara de que nadie estaba por encima de la ley dentro del Vaticano.
En paralelo, se reforzó el rol de la Autoridad de Supervisión e Información Financiera (ASIF), cuya función es evitar el blanqueo de capitales y garantizar el cumplimiento de estándares internacionales de transparencia.
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Las reformas de Francisco también incluyeron marcos normativos estrictos para prevenir conflictos de interés y abusos de poder. En 2021, el pontífice promulgó un “motu proprio” (decreto papal) que impone nuevas reglas sobre las contrataciones dentro de los dicasterios, restringiendo prácticas de favoritismo o clientelismo. A partir de 2024, cualquier licitación cuyo valor supere el 2 % del presupuesto anual de un dicasterio debe recibir la aprobación explícita de la Secretaría de Economía.
En línea con esta visión, en 2022 se estableció que la gestión financiera de los activos líquidos del Vaticano recaiga exclusivamente en el IOR, una medida que centraliza las inversiones y las somete a criterios éticos rigurosos. Esta política busca asegurar que todas las operaciones económicas reflejen los valores de la Iglesia, tanto en sus rendimientos como en su impacto social y moral.
Francisco también abordó el problema de la autosostenibilidad financiera del Vaticano. Con una economía dependiente de donaciones, patrimonio inmobiliario y los ingresos generados por los Museos Vaticanos, la Santa Sede ha enfrentado en los últimos años un aumento progresivo del déficit operativo.
Según el informe financiero de 2023, el déficit fue de 83 millones de euros, cinco millones más que el año anterior. El Óbolo de San Pedro —una de las fuentes de financiamiento para obras caritativas y administrativas del Papa— apenas alcanzó los 48,4 millones de euros, frente a los 90 millones de gasto destinados a la Curia. Ante esta realidad, Francisco tomó la decisión de reducir el salario de los cardenales de la Curia, una medida que refleja su visión de una Iglesia menos ostentosa y más comprometida con la equidad interna.
Asimismo, se fortaleció el papel del revisor general, figura creada por Francisco para supervisar la gestión de todas las instituciones vaticanas y optimizar el uso de sus recursos. Este rol opera con autonomía y tiene facultades para investigar, auditar y denunciar irregularidades.
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La reforma económica impulsada por Francisco quedará como uno de los pilares de su legado. En un entorno caracterizado históricamente por la opacidad, el papa argentino logró sentar las bases para un Vaticano más transparente, eficiente y responsable.
Aunque algunas de sus medidas fueron criticadas o enfrentaron resistencia interna, el pontífice nunca titubeó en avanzar con determinación. La centralización de las finanzas, el fortalecimiento de la auditoría, el castigo a la corrupción y la búsqueda de un modelo ético de inversión son solo algunas de las acciones que definieron su enfoque económico.
Más allá de los números, Francisco demostró que la transparencia en la Iglesia no es solo una cuestión de eficiencia administrativa, sino un imperativo moral. En palabras del propio pontífice: “El dinero debe servir, no gobernar”.
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