Cuatro semanas después de dar a luz, la congresista Brittany Pettersen no estaba en casa recuperándose ni en licencia de maternidad: estaba en el pleno del Capitolio, con su bebé en brazos, dispuesta a votar en contra de un acuerdo presupuestario que consideraba perjudicial para sus representados. Lo que parece una imagen poderosa y progresista, revela en realidad una falla estructural: la falta de una cultura institucional que reconozca el valor del cuidado infantil, incluso en las más altas esferas del poder.
Pettersen, representante demócrata de Colorado, no tuvo otra opción. Las reglas actuales de la Cámara de Representantes no permiten el voto por poder —ni siquiera por razones médicas o de maternidad— y, a pesar de los avances sociales, el Congreso sigue operando bajo estándares diseñados para un legislador tipo que no contempla responsabilidades parentales.
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Con esta acción simbólica pero necesaria, Pettersen no solo defendió su voto. Puso sobre la mesa una pregunta incómoda pero urgente: ¿cuántas mujeres pierden oportunidades —y dinero— porque sus entornos laborales no están diseñados para madres?
La experiencia de Pettersen no es aislada. En 2023, su colega republicana Anna Paulina Luna, también madre reciente, se vio forzada a ausentarse de 137 votaciones tras un parto complicado. Sin acceso al voto por poder, quedó inhabilitada para cumplir con su rol legislativo. “Las nuevas madres en el Congreso no deberían verse obligadas a elegir entre sus hijos o su carrera”, denunció Luna. Su declaración va más allá de lo político: es el reflejo de millones de mujeres trabajadoras enfrentando decisiones similares cada día.
En América Latina y Estados Unidos, los costos de la falta de políticas de conciliación familiar superan los 600 mil millones de dólares anuales, según datos del McKinsey Global Institute. El informe señala que el 29% de las mujeres que dejan la fuerza laboral lo hacen por falta de cuidado infantil asequible. En EE.UU., el 42% de las madres trabajadoras reducen su jornada o rechazan ascensos por esta razón.
En este contexto, Pettersen ha presentado una legislación bipartidista que permitiría el voto remoto hasta por 12 semanas para legisladoras embarazadas o que acaban de dar a luz, así como para aquellas que enfrentan complicaciones médicas graves. A pesar de contar con el apoyo de 137 copatrocinadores, el liderazgo republicano en la Cámara —donde predominan hombres mayores— se ha mostrado reticente a cambiar las reglas.
“El Congreso sigue siendo una institución anclada en el pasado”, afirma Jean Sinzdak, directora asociada del Centro para Mujeres y Política Estadounidense. “La resistencia no es solo legal, sino cultural. Muchos líderes no han experimentado ni se identifican con las responsabilidades de criar hijos pequeños, y por eso no ven la urgencia de transformar el sistema.”
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Mientras tanto, otros parlamentos avanzan. En Reino Unido, el Parlamento permite el voto por delegación en casos de maternidad, tratamientos de fertilidad o complicaciones postparto. Aunque el Parlamento Europeo aún no cuenta con medidas similares, la conversación ha comenzado a surgir en Bruselas.
En EE.UU., sin embargo, sigue habiendo un abismo entre la retórica y la práctica. El Congreso pide más mujeres en cargos de poder, pero no adapta sus estructuras para sostenerlas. Esta incongruencia se refleja también en el sector privado: según el Center for American Progress, las madres pierden hasta 16,000 dólares anuales en ingresos por falta de políticas laborales inclusivas, desde licencias maternales adecuadas hasta salas de lactancia o guarderías en el lugar de trabajo.
Para las empresas, el mensaje es claro: ignorar el cuidado infantil no solo afecta a las mujeres, también al balance financiero. Las firmas que invierten en cultura de conciliación familiar —incluyendo licencias igualitarias, flexibilidad horaria y subsidios para guarderías— retienen hasta 50% más talento femenino y reportan una productividad hasta 21% mayor, según Harvard Business Review.
Hoy, Pettersen y Luna, desde partidos opuestos, hacen causa común. Quieren desafiar las reglas del Congreso y forzar una votación en el pleno sobre su propuesta. Es un camino cuesta arriba, pero podría marcar un antes y un después en la forma en que la política y los negocios entienden el cuidado infantil: no como un beneficio opcional, sino como una infraestructura esencial para el desarrollo económico sostenible.
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La imagen de Brittany Pettersen votando con su bebé no es solo una postal poderosa: es una alerta. Mientras las instituciones sigan penalizando la maternidad con burocracia, omisión o silencio, seguirán perdiendo el talento, el liderazgo y la innovación que las mujeres —madres o no— aportan cada día.
En pleno siglo XXI, impulsar políticas de cuidado infantil no es una concesión. Es una decisión estratégica para el futuro del trabajo, la equidad de género y la democracia.
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