Cuando El diablo viste a la moda llegó a los cines en 2006, muchos la catalogaron como una comedia ligera de oficina. Pero detrás del vestuario de alta costura y las frases mordaces, la historia de Miranda Priestly es mucho más que un estereotipo glamoroso de jefa workaholic. Es, en el fondo, un retrato fiel del costo que supone para las mujeres tomar decisiones en entornos donde el poder se sigue leyendo en clave masculina.
Inspirada en la figura real de Anna Wintour, editora de Vogue US, la película es una adaptación del libro homónimo de Lauren Weisberger, exasistente de Wintour. Lo que pocos discuten es que el retrato de Miranda no es solo una caricatura. Es un espejo de cómo la sociedad penaliza a las mujeres ambiciosas que se toman su trabajo en serio.
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Miranda Priestly representa a una mujer en la cima de su carrera, obsesivamente competente, que no pide disculpas por tener estándares inquebrantables. Lo interesante es cómo esa actitud despierta rechazo, en comparación con los mismos comportamientos celebrados en figuras masculinas del liderazgo. Jeff Bezos, Elon Musk o Steve Jobs fueron conocidos por su intensidad laboral, su perfeccionismo radical y su trato desafiante a los equipos. ¿Se les llamó “difíciles”? Tal vez. ¿Se les ridiculizó por ello? Rara vez.
Un estudio de Harvard Business Review reveló que las mujeres líderes que exigen excelencia son más propensas a ser etiquetadas como “mandonas” o “insensibles”, mientras que los hombres que exhiben los mismos rasgos suelen ser admirados por su visión. Miranda Priestly, entonces, no es el villano. Es la consecuencia.
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Otro elemento que vale la pena analizar desde una óptica empresarial es el mensaje que transmite la película sobre el sacrificio. El personaje de Andrea Sachs (Anne Hathaway) entra al mundo de Runway con la ilusión de que solo será un escalón. Pero pronto, el trabajo consume su tiempo, su vida personal y su sentido de identidad. Este fenómeno no es exclusivo del periodismo de moda.
Según datos del Global Gender Gap Report 2024 del Foro Económico Mundial, las mujeres en puestos de alta dirección siguen cargando con un 75% más de responsabilidades domésticas que sus pares hombres. La película muestra cómo, incluso cuando una mujer está ascendiendo, el precio que paga es desproporcionadamente alto. ¿Cuántas líderes de éxito no han tenido que soportar que les pregunten quién cuida de sus hijos mientras ellas trabajan?
Lo que convierte a El diablo viste a la moda en una historia relevante para el mundo corporativo de hoy no es su estética, sino su verdad silenciosa: la excelencia femenina rara vez es bienvenida sin condiciones. El personaje de Miranda no pide simpatía. Pide respeto. No quiere ser querida, quiere ser tomada en serio.
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Y eso incomoda.
En un momento clave del filme, Miranda le dice a Andrea: “Todo el mundo quiere ser nosotros”. Una frase que no se refiere solo a la moda, sino al poder de decidir, influir y transformar industrias. Para muchas mujeres, el verdadero “diablo” no es una jefa exigente. Es una cultura laboral que aún no sabe cómo lidiar con el liderazgo femenino que no se disculpa por existir.
Hoy, casi 20 años después de su estreno, El diablo viste a la moda sigue siendo una pieza cultural incómoda pero poderosa. Nos obliga a replantear nuestras narrativas sobre liderazgo, éxito y sacrificio. Y, sobre todo, nos recuerda que el verdadero cambio llegará cuando las mujeres puedan liderar sin que su “seriedad” se lea como una amenaza.
El trabajo serio no es un pecado. Es una declaración.
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