En un mundo donde la cancelación digital ha derrumbado carreras de figuras icónicas y gigantes corporativos, Anna Wintour se mantiene. Inamovible, cortante, icónica. Tras 37 años liderando la edición estadounidense de Vogue, la mujer más influyente de la moda no se retira: redefine su influencia. Su reciente paso al costado —dejando su puesto como directora de la edición americana para consolidarse como directora global de contenidos de Condé Nast y directora artística del grupo— no es un adiós. Es una jugada estratégica que perpetúa su dominio en las altas esferas del poder editorial y cultural.
Lejos de debilitar su legado, este movimiento confirma que Wintour no solo construyó una carrera: diseñó una arquitectura de poder. Como en una pasarela invisible, ha sabido desfilar entre crisis raciales, reclamos feministas, choques generacionales, demandas de diversidad y ajustes de conciencia corporativa… sin que la moda la dejara atrás. Y es que si algo ha demostrado es que en la industria más volátil, la verdadera tendencia es el control.
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Cuando en los años setenta lloraba en los pasillos de Viva por el cierre de la revista, pocos imaginaban que aquella editora de moda británica que viajaba en Concorde para salir de fiesta en Londres sería la mujer que décadas después cambiaría las reglas del juego editorial. A sus 75 años, Anna Wintour no solo encarna el poder, sino que lo administra con precisión quirúrgica.
No llegó a lo más alto por accidente. Lo hizo gracias a una mezcla de visión cultural, sangre fría, olfato comercial y una red de favores mutuos cuidadosamente negociada. Esa lealtad que ha cultivado —y exigido— ha sido su blindaje. En su biografía no autorizada Front Row, el autor Jerry Oppenheimer describe cómo su ascenso siempre estuvo marcado por decisiones implacables y una ambición transparente: “Quiero tu puesto”, le dijo a Grace Mirabella, su antecesora, sin titubear.
Wintour ha sabido jugar en todas las canchas: desde los museos —con la consolidación del Anna Wintour Costume Center en el Met de Nueva York— hasta la política estadounidense, donde ha recaudado millones para campañas demócratas y apoyado públicamente a figuras como Hillary Clinton y Barack Obama. Su influencia excede las portadas: moldea imaginarios.
También entendió antes que muchos que Vogue debía convertirse en un artefacto cultural, no solo de moda. Por eso, la portada de Kim Kardashian y Kanye West en 2014 no fue una traición al mundo fashionista, sino una validación del cambio de época. Lo mismo hizo al integrar diversidad racial y de cuerpo, en respuesta a los reclamos contemporáneos. No es veleta, es estratega: leer el espíritu del tiempo y plasmarlo con autoridad.
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Han intentado etiquetarla como elitista, racista, insensible. La acusaron de falta de diversidad, de favoritismos, de dureza extrema con su personal. Pero en todos los casos, su respuesta no fue confrontar: fue reinventar el marco. Su rol en la “descancelación” de diseñadores como John Galliano, mientras ella misma permanecía intocable, es prueba de su habilidad para reconstruir narrativas. Su habilidad de colocar —y remover— a personas en la escena cultural con una portada o una omisión sigue intacta.
Y quizás ese sea su mayor logro: en una era donde el prestigio se desvanece con un tuit, Wintour ha tejido una red tan densa y transversal que ni siquiera el escándalo la toca. Porque ella no solo se sentó en la primera fila del poder: la diseñó.
Lo más revelador de su salida parcial es que su cargo desaparece con ella. Nadie será la nueva directora de Vogue US, porque el título ya no existirá. Solo un vago “head of editorial content” ocupará su lugar. Ese vacío es intencional. Porque el legado de Wintour no puede heredarse, solo gestionarse desde la distancia. Y mientras siga en su oficina, con sus piezas de cerámica Clarice Cliff intactas, seguirá gobernando el imperio que edificó sin levantar la voz, pero con autoridad indiscutible.
En un mundo donde las mujeres líderes aún deben justificar su poder, Wintour representa una rareza: no pide permiso, no se disculpa y no se detiene. ¿Puede una mujer gobernar sin pedir aprobación ni caer bien a todos? Anna Wintour lo ha hecho por casi cuatro décadas. Y lo seguirá haciendo. ¿Quién será la próxima en lograrlo?
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