La diplomacia de los Estados Unidos está de luto, por la partida de Madeleine Albright, la primera mujer en dirigir la diplomacia del país del norte y una de las figuras femeninas más poderosas del siglo XX. A sus 84 años se va, dejando una historia de vida digna de ser contada.
Hija de refugiados checos, huyó dos veces de la tiranía (primero del nazismo y luego del comunismo), llegando a encarnar esa idea del dorado sueño americano: se convirtió en la niña que llega a los 11 años escapando del horror de Europa, que pudo alcanzar las más altas esferas de poder del nuevo mundo.
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Como profesional, acompañó en servicio al presidente Bill Clinton, quien la nombró secretaria de Estado para el período 1997 – 2001 y fue el primer alto cargo de un Gobierno estadounidense en visitar Corea del Norte para tratar de abrir una vía de negociación.
Además, Madeleine Albright defendió la expansión de la OTAN y el intervencionismo en conflictos como el de Bosnia. También ejerció de feminista, incluso antes de saber qué era esto. Y su mayor encanto siempre fue su enorme carisma y calidez, en distancias cortas.
Su buen humor quedó retratado para la historia, con su baile al son de Macarena, que enseñó al ministro de Botswana en plena sesión de las Naciones Unidas. Un humor que no se vio eclipsado, cuando de forma sorpresiva en un entrevista se enteró que su familia tenía origen judío. El profesional de la comunicación escarbó en su pasado, y en plena entrevista le hizo saber que además, 26 miembros de su familia habían muerto en campos de concentración.
En su despacho de Washington tenía colgada una copia enmarcada del registro de entrada a Nueva York de varios ciudadanos, refugiados políticos, del 11 de noviembre de 1948. Entre los nombres está Marie Jana Korbelová, quien luego se convertiría en una de las mujeres más poderosas de Estados Unidos.
Se graduó en Ciencias Políticas en la elitista universidad femenina de Wellesley (la misma a la que asistió Hillary Clinton) y se doctoró en la de Columbia. Asesoró en política exterior al presidente Jimmy Carter y a tres candidatos presidenciales demócratas: Michael Dukakis, Walter Mondale y un joven Bill Clinton que la catapultaría primero como embajadora ante las Naciones Unidas y después a la cúspide del Departamento de Estado.
Se mantuvo activa casi hasta el final de sus días, como analista política, presidenta de la consultora estratégica Albright Stonebridge o profesora de la Universidad de Georgetown. Escribió numerosos libros. El último, «Fascismo, una alerta», salió al inicio de la Administración de Donald Trump y repasaba el concepto del autoritarismo.
En sus páginas Madeleine Albright advertía de su capacidad para ser más método que ideología. En él dedicó un capítulo entero al presidente ruso, Vladímir Putin, bajo el título «El hombre del KGB». «No jura obediencia a los artículos de la fe democrática, pero no renuncia explícitamente a la democracia. Desdeña los valores occidentales mientras profesa identificarse con Occidente […] Dice mentiras evidentes sin inmutarse y cuando comete una agresión, culpa a la víctima», escribió.
Ella trascendió varios gobiernos, el presidente Barack Obama le concedió el 2012 la medalla presidencial de la libertad, el honor civil más alto de Estados Unidos, y calificó su vida de inspiración.
Como ha ocurrido con otras veteranas del poder, su figura cobró fuerza a partir del movimiento #MeToo y la ola feminista. En las últimas firmas de sus libros se podían ver largas colas de mujeres jóvenes.
Despertó cierta controversia cuando en 2016, durante la turbulenta campaña presidencial de Hillary Clinton, dijo: «Hay un lugar especial en el infierno para las mujeres que no apoyan a otras mujeres». Ella pasó de sufrir el sexismo en carne propia: «Me he encontrado que con frecuencia las mujeres no se ayudan entre ellas. Yo fui madre de gemelos, y después de eso, volví a estudiar, y quienes me lo ponían más difícil eran mujeres, que me preguntaban por qué no estaba con mis hijos», rememoraba en una de sus entrevistas a El País.
Por: Karime Rivas.
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