Cuando Annalena Baerbock levantó el mazo que simboliza la presidencia de la Asamblea General de la ONU, no solo inauguró el 80º periodo de sesiones: también abrió una nueva etapa para la diplomacia multilateral en un contexto de fractura global.
La exministra de Exteriores alemana se convierte en la quinta mujer (y la primera europea) en ocupar este puesto en ocho décadas, lo que refleja tanto un avance en visibilidad femenina como la persistencia de un techo de cristal en la organización internacional más influyente del mundo.
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El rol de presidenta de la Asamblea General no tiene poder vinculante, pero sí capacidad para marcar la agenda global. Baerbock será la voz que conduzca los debates durante la Semana de Alto Nivel, descrita como la “Super Bowl de la diplomacia”, donde se concentran jefes de Estado, ministros y organismos multilaterales en Nueva York.
Su perfil, europea, ambientalista, firme ante Moscú durante la guerra de Ucrania y defensora de los derechos humanos; coloca a Alemania y a la Unión Europea en el centro de un escenario dominado por Gaza, Ucrania, Afganistán y las tensiones en África.
En su discurso inaugural, la alemana dejó clara la magnitud del desafío: “¿Estamos realmente de humor para celebrar?”, se preguntó, enumerando crisis que van desde los niños hambrientos en Gaza hasta las niñas privadas de escuela en Afganistán o el aumento del nivel del mar en el Pacífico.
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Su respuesta fue un llamado a la resiliencia: “El mundo necesita a las Naciones Unidas. De ninguna manera estaríamos mejor sin ellas”. Este tono, entre pragmático y ético, marca la impronta que busca dar a su presidencia.
El mandato de Baerbock coincide con un sistema multilateral en tensión: más de 120 conflictos activos, polarización entre potencias, crisis de legitimidad y una brecha creciente entre las resoluciones de la ONU y su implementación real en las políticas nacionales.
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Como advirtió María Fernanda Espinosa, expresidenta de la Asamblea y primera mujer latinoamericana en el cargo, el verdadero poder del puesto ocurre “tras bambalinas”, donde se forjan consensos. Para Baerbock, el reto será transformar un cargo simbólico en un espacio de negociación útil y visible, capaz de revitalizar la credibilidad de la institución.
El simbolismo va más allá de esta presidencia. Con António Guterres finalizando su mandato en 2026, el debate sobre la necesidad de una mujer al frente de la Secretaría General cobra fuerza. Hasta hoy, ninguna ha ocupado el cargo.
Espinosa lo sintetizó en una pregunta que sigue resonando: “¿Por qué no una mujer?”. La elección de Baerbock alimenta esa expectativa, aunque los equilibrios entre los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad siguen siendo la barrera más difícil de superar.
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Más allá de lo político, la Asamblea General moviliza cifras considerables. Solo la Semana de Alto Nivel genera alrededor de 4.900 millones de dólares para la economía de Nueva York, una cifra comparable al presupuesto anual de varios países pequeños. Esa intersección entre diplomacia y negocios recuerda que la ONU no solo es un espacio de debate, sino también un motor económico y cultural para la ciudad anfitriona.
El lema escogido para esta presidencia, “Mejor juntos: 80 años y más por la paz, el desarrollo y los derechos humanos”, sintetiza la encrucijada actual. La ONU enfrenta el reto de modernizarse sin perder legitimidad, de reforzar su papel como laboratorio de derecho internacional y de demostrar que sus resoluciones impactan en la vida cotidiana de millones de personas. En esa misión, Baerbock encarna algo más que continuidad: representa la presión creciente por un liderazgo femenino que no sea la excepción, sino la norma.
El 80º aniversario de la Asamblea no es solo un acto conmemorativo. Es una oportunidad crítica para redefinir la relevancia de la ONU en el siglo XXI. Y Annalena Baerbock, desde una presidencia simbólica pero cargada de resonancia, tiene la tarea de demostrar que incluso en un mundo polarizado, el multilateralismo (y el liderazgo de las mujeres en él) sigue siendo indispensable.
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