Por más de 20 años, una mujer trabajó en silencio para corregir el mayor fracaso técnico de Leonardo da Vinci, Pinin Brambilla. Lo hizo con método quirúrgico, visión de largo plazo y una devoción que rozó la obsesión. Hoy su legado redefine lo que significa liderar desde el detalle invisible.
Cuando Pinin Brambilla Barcilon entró por primera vez al refectorio del convento de Santa Maria delle Grazie, en Milán, el mural más célebre de Leonardo da Vinci le pareció irreconocible. Cubierto por capas de pintura añadida y yeso, lo que debía ser La última cena parecía más una caricatura de sí misma. Era 1977, y Brambilla, restauradora formada en la élite artística italiana, sabía que su misión no sería restaurar un fresco, sino desenterrar la historia del genio renacentista bajo siglos de malas decisiones.
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La tarea era monumental. La pintura, de 4,5 metros de alto, estaba no solo estéticamente arruinada, sino técnicamente descompuesta. Da Vinci, con su afán perfeccionista, había desechado la técnica del fresco tradicional para probar una fórmula mixta de óleo y témpera sobre yeso seco. El resultado fue desastroso: los pigmentos comenzaron a desprenderse apenas dos décadas después de su finalización en 1498.
A eso se sumaron factores estructurales —humedad subterránea, humo de cocina, vandalismo revolucionario, bombardeos en la Segunda Guerra Mundial— y, sobre todo, seis intervenciones anteriores que borraron el trazo original. Los restauradores bienintencionados habían convertido a Mateo en un anciano taciturno, a Pedro en una silueta sin expresión, y hasta los pies de Jesús fueron sacrificados cuando se abrió una puerta en el muro durante el siglo XVII.
Brambilla no solo asumió un proyecto técnico. Asumió una narrativa. Y lo hizo desde el rigor de una líder que apuesta al largo plazo. Dirigió un equipo reducido, implantó estándares de conservación nunca antes vistos en Italia y convirtió el refectorio en un laboratorio hermético durante más de dos décadas.
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Con herramientas más propias de una sala de cirugía que de un estudio de arte —lupas, bisturís, endoscopios—, su equipo trabajó milímetro a milímetro. Removieron fragmentos de no más de 5×5 centímetros, aislaron pigmentos originales, rehicieron texturas con acuarelas en lugar de pinturas invasivas. Cada gesto era una decisión irreversible. Cada pincelada, una sentencia de valor histórico.
El proyecto también cobró su precio. En entrevistas posteriores, Brambilla habló abiertamente de los costos emocionales y familiares de su compromiso. “Mi marido me dijo: ‘Ya basta. Quiero vivir un poco’”, contó. Pero ella no podía soltar la obra. La última cena se convirtió en su misión, su obsesión y, en muchos sentidos, su legado.
En 1999, cuando el trabajo finalmente concluyó, Pinin Brambilla tenía más de 70 años. Había dado forma no solo a una restauración, sino a una declaración de principios: el detalle importa, incluso cuando nadie lo ve.
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Brambilla corrigió el “gran error” de Leonardo da Vinci sin alterar su genio. ¿Qué puede aprender de ella una mujer en liderazgo o una empresaria del siglo XXI?
Primero: que innovar no siempre implica crear, sino también recuperar lo valioso con nuevos ojos. Segundo: que el liderazgo femenino no tiene por qué ser ruidoso para ser transformador. Y tercero: que los legados se construyen con constancia más que con espectáculo.
Algunos críticos argumentaron que la restauración eliminó demasiado. Otros, que rescató lo esencial. Pero Brambilla no buscaba unanimidad. Buscaba autenticidad. Hoy, cuando los visitantes se detienen ante el mural en Milán, lo que ven no es solo la obra de Da Vinci. Es también la de una mujer que, desde el anonimato técnico, reescribió la historia del arte con bisturí, paciencia y carácter.
«Por cada obra que restauro, una parte se queda conmigo», dijo. «Alejarme de ellas es como perder una parte de mí».
Eso no es romanticismo. Es visión.
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