Durante más de 70 años, añadir flúor al agua potable fue considerado un hito de salud pública: una medida barata, accesible y efectiva para prevenir caries en millones de personas. Pero en 2025, Estados Unidos —pionero en esta práctica— ha comenzado a desandar ese camino. Utah lo prohibió oficialmente, Florida le siguió con restricciones legales y la Agencia de Protección Ambiental (EPA) revisa con lupa su impacto en la salud. ¿Qué ha cambiado?
Aunque la evidencia científica sigue respaldando su efectividad, voces influyentes como Calley Means, asesor de salud del gobierno estadounidense, y Robert F. Kennedy Jr., actual Secretario de Salud, han cuestionado abiertamente los riesgos de una exposición sistémica. Acusan a la fluoración de ser un “ataque químico” a los sectores más vulnerables, mientras crece la presión por revisar prácticas históricas en nombre de la salud infantil. El flúor ha pasado de ser un protector dental a un mineral polémico, incrustado en la batalla por el control de lo que consumimos.
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El flúor —presente naturalmente en agua, suelo y alimentos— ayuda a fortalecer el esmalte dental y prevenir caries. Su uso sistemático en el agua comenzó en Michigan en 1945, y hoy alcanza a más de 400 millones de personas en 25 países, desde Singapur hasta Brasil. En EE.UU., un 63% de la población consume agua fluorada.
Estudios recientes aún muestran beneficios: una reducción de caries de hasta un 35% en niños, especialmente en contextos de vulnerabilidad, donde el acceso a atención dental es limitado. La Organización Mundial de la Salud recomienda un límite de 1,5 mg/L para evitar fluorosis dental —una afección estética que puede escalar a problemas óseos graves si se supera ese umbral.
Sin embargo, las razones para dejar de fluorarlo no siempre son médicas. En Europa, donde la fluoración es minoritaria, países como Alemania o Suecia abandonaron la práctica por presión pública o por considerar que la población obtiene suficiente flúor a través de pasta dental, alimentos o sal fortificada.
Más que una cuestión de evidencia científica, la decisión suele tocar fibras políticas, culturales y éticas. En algunos casos, se trata de un reclamo de soberanía sobre el propio cuerpo: ciudadanos que exigen decidir qué entra en su organismo, incluso si es para proteger su salud.
La mayoría de los países latinoamericanos sigue apostando por la fluoración, especialmente en el agua o en la sal. Brasil, por ejemplo, tiene uno de los programas de agua fluorada más robustos del mundo. Colombia lo hace con sal; Chile, con leche. Tailandia ha demostrado que incluso con un presupuesto limitado, ofrecer leche fluorada y educación dental puede reducir caries infantiles en más de un tercio.
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En República Dominicana, donde el acceso a atención dental de calidad aún está lejos de ser universal, el debate cobra especial relevancia. ¿Debemos seguir el ejemplo de EE.UU. o fortalecer las estrategias preventivas a través del agua? Las autoridades sanitarias y los actores del sector privado deberían considerar no solo la evidencia, sino el contexto local: ¿cuántos niños dominicanos se cepillan con pasta fluorada? ¿Qué porcentaje tiene cobertura dental? ¿Qué medidas llegarían más efectivamente a las zonas rurales y urbanas empobrecidas?
Más que una discusión sobre un mineral, lo que se debate es el modelo de salud pública que queremos construir. En un mundo donde la ciencia, la política y la percepción ciudadana chocan cada vez con más frecuencia, la historia del flúor en el agua nos recuerda que hasta las medidas más bien intencionadas deben ser revisadas, contextualizadas y, sobre todo, discutidas abiertamente.
¿Estamos preparados en República Dominicana para tener esa conversación? ¿Y quién debería liderarla: el gobierno, el sector salud o las comunidades que consumen esa agua cada día?
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