El Kunsthistorisches Museum de Viena abre este otoño sus puertas a uno de los nombres más enigmáticos y fascinantes del Barroco: Michaelina Wautier (1614–1689), la pintora belga que desafió las convenciones de su tiempo y cuya audacia sigue deslumbrando cuatro siglos después.
Su obra maestra, El triunfo de Baco, no solo es un prodigio técnico y narrativo: es una declaración de libertad en una época que negaba a las mujeres incluso el acceso al estudio del cuerpo masculino.
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Por siglos, los expertos atribuyeron el cuadro a un hombre. “Demasiado grande, demasiado complejo, demasiado sensual para haber sido pintado por una mujer”, dictaban los manuales de arte. Y sin embargo, la firma, el pulso y la mirada pertenecen a Michaelina. Desde 2014, su monumental lienzo ocupa un lugar de honor junto a Rubens y Van Dyck, en el mismo templo que alguna vez le cerró las puertas al talento femenino.
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En El triunfo de Baco, los cuerpos masculinos no son accesorios heroicos ni trofeos de poder. Son cuerpos reales, tensos, sensuales y vulnerables. Cada músculo está pintado con una precisión casi anatómica que solo podía provenir de la observación directa, algo impensable para una mujer del siglo XVII. Pero Wautier no imitó, ella reclamó el derecho a mirar, y en esa osadía reside la modernidad de su gesto.
La pintora se autorretrata en el margen derecho del lienzo, con el pecho descubierto y una mirada que atraviesa al espectador. No es la musa ni la bacante decorativa: es la artista mirando de frente a la historia. Su gesto recuerda, como bien apuntan los curadores, a la desafiante Judith de Klimt. Pero Wautier lo hizo dos siglos antes.
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De su vida se sabe poco y, quizás por eso, su obra respira misterio. Nació en Mons, nunca se casó y trabajó junto a su hermano Charles en Bruselas. La historiadora Katlijne Van der Stighelen, su mayor especialista, sugiere que esa cercanía le permitió acceder al estudio con modelos reales, algo reservado solo a los hombres. “Fue mejor pintora que su hermano”, sentencia sin rodeos.
Las fechas de su biografía aún se reescriben. En 2018 se creía que había nacido en 1604, hoy se sostiene que fue en 1614. Su nombre aparece con múltiples variantes Wautier, Woother o Votier, como si el propio tiempo hubiese querido borrar su rastro. Pero su talento fue imposible de disimular: el archiduque Leopoldo Guillermo de Austria la incluyó en su colección, lo que aseguró que su obra sobreviviera al olvido.
Entre los hallazgos más recientes destaca la serie perdida “Los cinco sentidos”, reaparecida milagrosamente en 2019 después de cuatro décadas desaparecida. Cinco retratos infantiles, uno por sentido, donde la ternura y el humor sustituyen la solemnidad barroca. Ningún otro artista flamenco retrató a los niños con tal naturalidad, dicen los curadores.
El museo vienés dedica hoy su principal exposición del año a esta mujer que, sin proponérselo, cambió la historia del arte. De las 35 obras confirmadas de Wautier, 31 se exhiben ahora en Viena y viajarán luego a la Royal Academy de Londres. Es un acontecimiento comparable a las grandes retrospectivas de Artemisia Gentileschi o Sofonisba Anguissola: el redescubrimiento de una artista que entendió el cuerpo masculino no como un símbolo de poder, sino como un objeto estético y humano.
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En su autorretrato, Wautier se muestra con la paleta en mano y un lienzo en blanco frente a ella. No hay joyas, ni títulos, ni gestos de estatus: hay oficio, concentración y orgullo. Frente a ella, el autorretrato de Rubens, espada en mano, luce casi un eco de vanidad. Ella, en cambio, reivindica el acto de crear como el verdadero poder.
Cada cuadro de Wautier es un fragmento de un rompecabezas incompleto. No sabemos dónde aprendió a pintar ni quién le enseñó anatomía, pero sus lienzos hablan por ella con una voz rotunda. Sus pinceladas no solo desnudan cuerpos, también desnudan prejuicios.
El mercado del arte ha elevado el valor de sus obras, pero su verdadera conquista está en otro plano: el simbólico. Redescubrirla no es solo rescatar a una artista olvidada, sino releer la historia del arte desde una perspectiva más justa y completa.
Como escriben los curadores Gerlinde Gruber y Julien Domercq en el catálogo de la exposición: “Aún hay más preguntas que respuestas, pero los cimientos están puestos”.
Quizá eso sea lo más fascinante de Michaelina Wautier: que sigue pintando preguntas.
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