El racismo sistémico ha obstaculizado el progreso económico y social desde la abolición de la trata de esclavos. Cuando las protestas se extendieron por todo el mundo, muchos comenzaron a desplazar el foco de atención desde la solidaridad con los afroestadounidenses hacia la injusticia racial dentro de sus propios países.
Adama Traoré. João Pedro Matos Pinto. David Dungay, Jr. Distintos nombres de distintos países, pero todos ellos víctimas cuya muerte ha forzado una revisión de la presencia global del racismo sistémico y ha sacado manifestantes a las calles para demandar mejoras.
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Abogar por el fin del racismo, y una reparación por su legado, no solo es moralmente correcto, sino un estímulo al desarrollo económico. Continuar negando la existencia del racismo y oponerse a afrontarlo conducirá a un mundo menos dinámico, menos unido y menos próspero. Los países no deben tratar de abordar el problema del racismo solo porque contribuirá a su desarrollo económico. Es una deuda con sus propios ciudadanos.
Tres afroamericanos cuyas muertes recordaron al mundo que el racismo sistémico está todavía muy presente en Estados Unidos. Aunque desencadenadas por esas muertes, las protestas posteriores de principios de verano fueron manifestaciones de una ira y desesperación más profundas ante el racismo que invaden al país desde su fundación.
Luego las protestas se extendieron por todo el mundo. Abogar por el fin del racismo, y una reparación por su legado, no solo es moralmente correcto, sino un estímulo al desarrollo económico. Continuar negando la existencia del racismo y oponerse a afrontarlo conducirá a un mundo menos dinámico, menos unido y menos próspero.
El racismo sistémico sigue siendo un lastre para Estados Unidos, y son los afroestadounidenses quienes se han llevado la peor parte de su legado; durante décadas, el racismo ha limitado su progreso económico.
Las prestaciones de la Ley del Soldado (G.I. Bill) tras la Segunda Guerra Mundial, que alimentaron el crecimiento de la clase media estadounidense, se negaron en gran medida a las personas negras por la insistencia de los miembros blancos del Congreso procedentes del Sur, desesperados por aplicar la segregación racial, se tratara o no de héroes de guerra.
Las prácticas discriminatorias de la Administración Federal de la Vivienda, que prohibía asegurar las hipotecas en los barrios de población negra, dejó a los afroestadounidenses sin la posibilidad de adquirir una vivienda, una de las vías más comunes de acumulación de riqueza.
Estos factores jugaron un importante papel en la persistente brecha de riqueza entre negros y blancos. De acuerdo con un informe de McKinsey de 2019, la riqueza de una familia negra promedio es 10 veces inferior a la riqueza de una familia blanca promedio.
Francia, experimenta un racismo igualmente arraigado, aun cuando la mitología nacional del país afirme categóricamente que es una sociedad no racista. El gobierno no recopila en su censo estadísticas sobre creencias religiosas, origen étnico o color de piel. Esta visión universalista enmascara el racismo Contemporáneo.
En Francia, al igual que en EEUU, este racismo sistémico va mucho más allá del tratamiento policial. En un país en el que la religión suele estar muy relacionada con la raza, los hombres que son considerados musulmanes por los empleadores tienen una probabilidad hasta cuatro veces inferior de conseguir una entrevista de trabajo que los candidatos vistos como cristianos, según el centro de estudios Institut Montaigne (Valfort, 2015).
Un estudio de 2018 de la Universidad de Paris-Est Créteil concluía que los solicitantes de empleo con nombres árabes obtenían un 25% menos de respuestas que quienes tenían nombres franceses. Los jóvenes negros o árabes tienen una probabilidad 20 veces superior de tener que someterse a controles de identidad. El 20% de los jóvenes franceses negros o árabes afirmaron haber sido víctimas de Brutalidad.
Las ideas de Brasil sobre el racismo también están muy arraigadas en su propia percepción nacional. Para muchos, el país es una “democracia racial”, que se origina en la creencia de que Brasil realizó una transición directa desde la abolición de la esclavitud en 1888. Estos factores sistémicos tienen consecuencias socioeconómicas generalizadas.
Un estudio del Instituto Brasileño de Geografía y Estadística concluyó, en 2019, que el ingreso promedio de los trabajadores blancos era un 74% mayor que el de los trabajadores negros y mulatos, una brecha que ha permanecido estable durante años. Incluso con el mismo nivel educativo, los ingresos de los hombres afrobrasileños eran solo el 70% de lo que ganaban los hombres blancos comparables, y el de las mujeres afrobrasileñas, solo el 41%.
Debido a que impide que las personas puedan sacar el máximo provecho de su potencial económico, el racismo sistémico tiene importantes costos económicos. Una sociedad menos racista puede ser una sociedad más fuerte desde el punto de vista económico. En EEUU se prevé que esto se traduzca en una penalización para el PIB de entre 4% y 6% hasta 2028.
En Francia, donde el PIB podría aumentar un 1,5% en los próximos 20 años —un complemento económico extraordinario de USD 3,600 millones— si se redujeran las brechas raciales en el acceso al empleo, la jornada de trabajo y la educación. Brasil, igualmente, está perdiendo grandes sumas en consumo e inversión potenciales debido a sus comunidades marginadas. (mea)
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